12.1.10

pasan las cosas

Nada que hacer con nada de lo que alguna vez pensábamos que íbamos a hacer.


Los cigarrillos se acaban, la cerveza se acaba, la vida se acaba y los niños corren en las plazas. Los padres los persiguen, los miran y les gritan que no, que paren, que escuchen, que respondan. Las viejas tratan de sobrevivir un día más, por lo menos un día mas. Los viejos ya están resignados, no necesitan esperar, no desean nada, simplemente se quedan viendo las cosas, con aire sereno. Todos se fueron. Están lejos. No paran de desaparecer.


Mientras las hojas sobrevuelan las calles un día cualquiera, Gertrudis le dice al novio que no lo quiere más. Él se levanta del banco en donde estaban sentados y espera a que ella le diga que se quede, que no sabe, que lo quiere. Gertrudis no duda, ya no. Ella sabe muy bien que el día se fue, como todo lo que sentía por él. Él no entiende pero se queda. Un rato más. Primero la mira suplicante. Luego mira hacia el suelo como esperando la palabra que le salve. No vuelve a levantar la mirada.


Él no sabe, y cree que se acaba el mundo, que se acaban las tardes cálidas y las noches calientes, que el cine ya no le va a dar más memoria. No entiende cómo va a empezar de nuevo, no se anima a imaginar, no puede. No quiere llorar, pero cree que se le acaba el mundo. No quiere olvidar.


Pasan los días y se va a las plazas en busca de un poco de compañía visual, trata de conectarse con las cosas que pasan a su alrededor, quiere ver. Gertrudis en cambio se queda en casa viendo fotos viejas, de cuando era chica e iba a veranear con sus primos a La esmeralda, sólo llora cuando se cuela alguna foto imprevista, de esas que no quedan en la memoria visual habitual. Las agarra fuerte, no puede soltarlas después de un rato, las estropea. No puede tener las manos vacías. Trata de agarrar lo que sea. A veces hace tiempo en el almacén de la vuelta tocando las frutas, como agarrándose de ellas, como pidiendo ayuda a los melones y los duraznos. Le gustan los duraznos, pero le gusta más tocarlos que comerlos.


En la plaza los niños le sonríen como a él le gustaría que lo hagan las muchachas. Siempre se quedaba los primeros minutos viendo la gente pasar, hasta que se detenía en una situación que le parecía peculiar.