10.6.08

Extrañas sonrisas


Cuando se entero que su sonrisa era más larga que la del resto de los niños, Antonin se asustó mucho. Pensó que en la escuela, sus compañeros se burlarían de él, que lo tomarían de la boca e intentarían estirársela hasta que le entrara un kilo entero de pomelos, quizás dos.

Enseguida se planteó no regresar más a la escuela, y quedarse simplemente en su casa, o caminando por ahí, si, eso sería mejor, para que sus padres no se percataran de que ya no iba a la escuela, para que siguieran pensando que tenían un hijo normal, como todos, con una sonrisa normal como la de todos.

El día en que Antonin se enteró de que su sonrisa no era la misma, fue una mañana de invierno en el norte de Francia, en una pequeña casa de la rue Lautremont, cerca de la plaza de Mountparnese, sobre la avenida Fontaine.

Antonin había cumplido los diez años dos semanas atrás, y era un pequeño muy travieso. Siempre salían con su amigo Pierre, por los frondosos bosques de la Saint-Cécile Rivere, a dos kilómetros del famoso Boudeville a cazar lagartijas y ratas de campo con sus improvisadas ondas y chacarrillos. Aparte de fumar cigarrillos.

Un día muy soleado, en medio de aquellas andanzas, Antonin vio entre los árboles una extraña figura, que luego se descubrió. Era un hombre más bien delgado, de mediana estatura, y con unas grandes ojeras, que parecían pintadas. Antonin quedó mudo junto a su amigo, totalmente inmóvil, casi sin respirar. Lo que había sorprendido a sobremanera al chico, no era encontrarse con un extraño en el bosque, cosa que ya le había pasado en ocasiones anteriores, sino la particular indumentaria de éste último.

El hombre llevaba una caja de madera sobre su cabeza que simulaba ser una casa. Se quedó parado mirando un punto perdido. Tenía un gesto inexpresivo y las manos sobre las piernas, en una postura erguida. Seguidamente quitó la caja de su cabeza y la apoyó sobre el suelo. Se agacha. Abre el pequeño techo dos aguas, y vomita dentro del. Saca del bolsillo izquierdo de su saco un pañuelo beige y se limpia la boca. Guarda el pañuelo, ahora en el bolsillo derecho, y cierra el pequeño techo. Toma la caja con las manos. Se incorpora. Coloca la caja sobre su cabeza nuevamente.

-Tu boca, “clavijo”, es la de un lagartijo con la boca hecha costal. Te prometo que no vas a tolerar la risa de los débiles, ya que la tuya, va a ser la mayor que se halla visto. Y te atormentarán sin remedio, sin muecas de vencido. Frustrados en su misión se replegarán para adorarte y darte la llave de sus mentes, en ese momento vas a ser el dios de los malditos, el desarreglo divino que creará sin limitación, serás la vida hecha lamento, con tu risa sucia, tu pueril omnipotencia. Serás. Tu prosa asustará casi tanto como tu risa, y cual espada desenvainada, ahuyentará a los más lúcidos de pacotilla.

-Pudrite viejo-dijo Antonin, luego de escupir la pálida cara de su interlocutor. Luego se aleja corriendo entre los árboles, dejando a su pequeño amigo a la suerte del famoso loco depravado de Saint-Cécile.

Los periódicos de la época se encargaron del sensacionalismo, mientras Antonin del arte de lo ocurrido.