Tarde fría. Sol sobre pintadas estropeadas del muro que está
frente a mi. Los parlantes pasan una y otra vez, tratando de no volverse locos.
Ya están locos. Todas esas estúpidas tonadas resuenan en mi cabeza cada vez que
intento despejarme y no pensar en nada. Aparecen para hostigarme con nombres de
candidatos y rimas baratas.
Estando en un lugar incrustado, sin tiempo, se puede ver la
velocidad del mundo que pasa. Pasan los autos, y las bocinas que se repiten
idénticas incesantemente. Los motores cansados y ahogados.
Me he acostumbrado a observar los pasos de las personas que
pasan. Los apurados, que son la mayoría, los cansados, los lúcidos, que son la
minoría…
Las mujeres y los hombres pasan más o menos rápido, o más o
menos lento. A veces espero con malicia que, por una extraña alineación
planetaria, ocurra un accidente de transito peatonal, con heridos.
Algunas se detienen y observan los libros como si estuvieran
ante un atardecer en el mar, y luego siguen, satisfechos consigo mismos. Otros,
se quedan largo rato con un libro de Weber en sus manos, y la vista en el
suelo, pensando en la frase hiriente que les atizó su hijo esa mañana, o en el
vecino que lo miró con indiferencia en el portal del edificio que vive hace mas
de veinte años.
Las señoras son el espécimen más común y más odioso. Una
suerte de plaga. Se acercan con la mirada fijada en un libro, pero preguntan
donde es que para el 104 que va a Bladivostok. La mayoría de las veces se
quejan del bajo timbre de vos de su informante (algún amigo o yo), y exigen
coléricamente se les repita fuerte y claro. En muchas ocasiones, estas señoras,
con camperones que son el doble de su avejentado cuerpo, y con sombreros de muy
mal gusto, reaccionan agresivamente frente a su imposibilidad auditiva, y aún
mas cuando no encuentran solución inmediata a su problemática, lo que les
genera una frustración y desazón tremendas. Tanto así que mueren de ataques
cardíacos y altas presiones, pocos metros más adelante, en su laboriosa
búsqueda de la parada de ómnibus.
Se acerca un hombre, de unos sesenta y cinco años, de
pantalón y campera deportiva impermeables, algo gastadas. El color de ambas
prendas es de un azul oscuro. La campera con una ligera mancha en un costado al
centro del tronco. Lleva una mochila con rueditas en el suelo, con motivo
camuflado, y un pequeño bolso deportivo colgando de su hombro izquierdo. Su
gorra azul, a tono, tiene bordada un simpático cocodrilo verde aceituna. De la mochila con rueditas desbordan listas de Lacalle, se viene se viene la 71... Los parlantes siguen resonando. Lacalle Gallinal la formula fantasmal. Se viene se viene. No lo soporto mas. Que se venga de una vez asi no lo avisan más.
Los perros son los transeúntes más calmos, los mas dignos los perros sueltos que andan por ahí sin pedir permiso, salvandose cada día de los neumáticos de herreristas, liberseregnistas, batllistas incluso trotskistas. El que no anda pidiendo hogar ni comida. El can que se las arregla sin ONGs que le tengan lastima.
Los perros son los transeúntes más calmos, los mas dignos los perros sueltos que andan por ahí sin pedir permiso, salvandose cada día de los neumáticos de herreristas, liberseregnistas, batllistas incluso trotskistas. El que no anda pidiendo hogar ni comida. El can que se las arregla sin ONGs que le tengan lastima.
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